El resultado se venía gestando fuera de sus fronteras, en pleno corazón de
la UE. Suiza ha expresado en las urnas – en el ejercicio de su particular
democracia directa. Un arma que muchos de sus defensores creen que conviene
usar lo menos posible. Y si hay que desenvainarla, hacerlo con todo el cuidado.
Para que no afecte a los derechos mas fundamentales – lo que otros países
europeos llevan meses sugiriendo: que en tiempos de incertidumbre, primero los de casa.
La actitud hostil hacia los inmigrantes – incluidos los procedentes de
otros países de la UE - se considero primero una excentricidad más de Reino
Unido, otra bad joke de Cameron en su intento de
debilitar el proyecto europeo. Poco a poco, Alemania, Holanda y Francia – la
flor y nata del proyecto europeo – se sumaron a esa corriente que el politólogo
Jean-Yves Camus ha denominado el ‘populismo de prosperidad’, es decir “un
movimiento de egoísmo que se produce en una sociedad que goza de buena salud
económica, pero que rechaza la sociedad multicultural y el compartir la torta”.
Países ricos a los que la votación suiza enfrenta con sus propias
contradicciones. Porque buena parte de los ciudadanos que viven y trabajan en
Suiza son italianos, alemanes y franceses, lejos del estereotipo del
comunitario de la Europa Oriental.
Las propuestas suizas son muy similares a las que ha planteado la ministra
del Interior Theresa May – que sabe que solo puede alcanzar el liderazgo del
partido, paso imprescindible en el camino hacia el 10 de Downing Street,
cortejando a los antieuropeos – con el doble agravante de que en el caso
británico ha sido el Ejecutivo el impulsor de la iniciativa – en el caso suizo
fue promovida en solitario por la extrema derecha de la UDC (Unión Democrática
de Centro/Partido Popular Suizo) - y que esta se dirigía contra inmigrantes de
países de la propia Unión Europea.
Atrapado entre la espalda de los euroescépticos y la pared del UKIP (Partido por la Independencia del Reino Unido)
de Nigel Farage, en el centro del debate político británico desde hace
meses, Cameron intento que la Comisión Europea no levantara en enero de este año las ultimas restricciones que limitaban
el derecho de búlgaros y rumanos a trabajar en Gran Bretaña. La propuesta que
atentaba contra uno de los principios de la Unión Europea, la libertad de
movimientos de sus ciudadanos, fue tajantemente rechazada por Bruselas,
especialmente por Viviane Reding, vicepresidenta de la Comisión Europea y comisaría de Justicia, Derechos Fundamentales y Ciudadanía.
Pese a todo, Cameron ha logrado cambiar la legislación para restringir el
acceso que tienen los extranjeros — comunitarios incluidos— a beneficios
sociales como la atención sanitaria, la vivienda pública o las ayudas a los
parados. Medidas como, por ejemplo, procurar el retorno a casa a los
inmigrantes que no hayan encontrado trabajo en tres meses o que no tengan
medios para subsistir durante seis meses o fórmulas como imponer restricciones
al movimiento hasta que el PIB per cápita de un determinado país alcance un
determinado porcentaje de la media europea fueron estudiadas por Downing
Street, aunque finalmente descartadas porque hay un marco legal europeo que se
ha de respetar. Y ahí es donde el UKIP – jaleado constantemente desde los tabloides
mas hostiles a Bruselas – empieza su discurso contra la inmigración: todo es
culpa de Europea.
Alemania ha mostrado en varias ocasiones su comprensión hacia las
inquietudes británicas. A primeros de año y en una maniobra que recordaba la
política del Gobierno británico, los democristianos de Baviera —el partido
hermano de la CDU de la canciller Angela Merkel que gobierna en ese Estado y es
socia en la gran coalición gubernamental en Berlín— redactaron un explosivo
documento, en un lenguaje populista propio de los partidos de ultraderecha, en
el que proponían medidas para restringir el acceso de los futuros inmigrantes
al sistema social germano. Los socialdemócratas respondieron con dureza a la
propuesta del partido que dirige Horst Seehofer y el Gobierno a tres bandas que
aún no había cumplido un mes en el poder vivió su primera y peligrosa crisis
interna.
No era la primera señal
peligrosa que llegaba desde Berlín. El verano pasado y junto al Reino Unido,
Holanda y Austria, Alemania estampaba su
firma para pedir a Bruselas que frenara lo que consideraban abusos de la libre
movilidad. Hartos de agravios, algunos de los países que se sintieron indirectamente
aludidos por las sospechas de abusos en el Estado de bienestar de la Europa más
desarrollada decidieron responder. Poco antes de final de año, Polonia,
Hungría, República Checa y Eslovaquia enviaron una carta a sus socios
comunitarios en la que recordaban que la riqueza generada por sus ciudadanos en
territorio británico superaba con creces el gasto en prestaciones. Rumanía y
Bulgaria apoyaron el escrito.
La Comisión Europea respondió con un estudio que desmontaba casi todos los
mitos asociados a este derecho. Lejos de ser una marea, los inmigrantes comunitarios que no desarrollan ninguna
actividad en sus países de acogida son entre el 0,7 y el 1% de la población de
la UE, representan menos del 1% de aquellos que reciben ayudas públicas y el
gasto sanitario destinado a comunitarios no activos es el 0,2% del presupuesto
dedicado a la sanidad en el continente, el 0,01% del PIB comunitario.
La imagen de un parado de Europa del Este afincado en Londres, Ámsterdam o Berlín que frecuenta los servicios sociales sin aportar nada a cambio hace tiempo que está instalada en la mente de muchos europeos como ejemplo indeseado de la integración comunitaria. Y aunque los datos no respaldan ese cliché, a menos de tres meses de las elecciones al Parlamento Europeo, parece que los europeístas van a tenerlo muy difícil para hacerles cambiar de idea.
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